Cristián Jiménez
Cuando me doy cuenta que ya van 25 ediciones del Festival de Cine de Valdivia, me siento como esos señores viejos que cuando yo era niño no podían evitar manifestar su sorpresa cada vez que nos veíamos: ¡Por dios, qué está grande este niño! ¿Cuándo va a parar de crecer esta criatura?
Como valdiviano y cineasta, mis recuerdos y conexiones con el FICValdivia desbordan los límites del festival y se cruzan con la vida a secas, con el cine en general. Así, el Cine Cervantes por ejemplo, es al mismo tiempo el escenario de la primera vez que tengo el recuerdo de haber ido al cine en mi vida y el lugar donde mi cortometraje El tesoro de los caracoles se exhibió en la apertura del FICValdivia el año 2004, algo parecido a un intenso debut para mí y para varios de los compañeros con que realizamos esa producción valdiviana, protagonizada por Roberto Farías.
Mientras escribo esto, puedo ver a Lucy Berkhof de pie, asomada en la cortina de la entrada al Cine Club mirando a la gente que toma ubicación en sus butacas. Una visión que precede al festival, ya a comienzos de los ‘90 o fines de los ‘80, si la memoria no me traiciona. Me veo a mí mismo adolescente sentado en el cine junto a la hija de Lucy, una amistad peligrosa que conllevaba el privilegio de poder ir al cine sin pagar la entrada.
Cuando el festival arrancó, en el año ‘94, ninguno de los presentes teníamos la menor sospecha de la dimensión de lo que se estaba inaugurando. Yo nunca en mi vida había estado en un festival de cine y me cuesta separar en la memoria las funciones de ese certamen de cine, video y ecología, de otras funciones en otros momentos de esa misma época. Años después, el afiche que guardé de esa primera edición se lo presté al mismo festival para tener una copia en sus archivos. Creo que ya iban por la versión 15 y Bruno Bettatti, que era el productor de mis películas y del FICValdivia, lo había visto colgado en mi casa y se dio cuenta que era el único ejemplar sobreviviente con paradero conocido.
Recuerdo estar sentado junto a Malú Gatica en 1996 y felicitarla cuando un corto en que actuó resultó premiado. En esa misma versión, recuerdo a Andrés Waissbluth presentando su corto con unas mechas largas al viento en medio de un pelo corto noventero. A Alicia Scherson riéndose sin parar mientras presentaba un falso documental sobre un gallo de pelea. Y era que no, a Sebastián Lelio recibiendo un premio.
En la medida que me hice cineasta, el FICV fue el lugar donde durante una semana confluía mi ciudad, mis amigos de infancia, los amigos de mis papás, con mis colegas del cine. Podía encontrarme a mi mamá con sus amigas, premunidas de pisco sours, rodeando a Héctor Noguera en un cóctel de inauguración. O como ocurrió cuando se dio la película Vida sexual de las plantas de Sebastián Brahm, donde tuve una participación menor como actor, escuchar y reconocer las risas de mis compañeras de curso del colegio cada vez que aparecía en pantalla.
Creo que todos los que estuvimos ahí recordamos la efervescencia del festival del año 2005 cuando coincidieron Play, La Sagrada Familia, En la Cama y Se arrienda. Esas películas inauguraban un nuevo territorio para el cine chileno y no se hablaba de otra cosa en las fiestas, los cafés, la espera de las funciones. Que Andrés Valdivia, el músico de Se arrienda haya terminado en las aguas del Calle Calle a la salida de la fiesta de La Sagrada Familia es quizá un signo del ritual que estaba teniendo lugar. Algo como un anticipo de lo que vino después y que fue bautizado como novísimo cine chileno por medio de un libro editado por el propio festival.
Seguramente el ciclo que arrancó el 2005 ya concluyó y en buena hora. Si el lugar donde confluían todos los invitados en las primeras ediciones solían ser los desayunos masivos del Hotel Pedro de Valdivia, ahora esa figura la ocupan las peregrinaciones a La Última Frontera al final de las funciones. Tras algunas idas y venidas, ya no queda ni un solo miembro de mi familia viviendo en Valdivia. Yo mismo no podré estar presente en esta celebración de 25 años y apenas he pasado por el festival en los últimos 5 años.
Vendrán nuevas olas de cineastas locales o nuevas corrientes, para usar una metáfora fluvial, y muy probablemente será en el FICValdivia donde serán descubiertas. Serán otros los nuevos cineastas que caminarán llenos de ilusión por los jardines de la universidad o que se refugiarán de la lluvia en un bar sin poder dejar de pensar en la película que acaban de ver. En una época de pocas certezas, confío en las nuevas generaciones del cine chileno y su capacidad de sorprendernos. Soy un convencido de que nuestras mejores películas están por venir.